La distancia que separa la terminal de La Quiaca del paso fronterizo era de apenas unas 10 cuadras y siguiendo las indicaciones de la gente pude llegar hasta la aduana que está al fondo de una gran avenida sobre un puente muy transitado.
Al llegar al puesto fronterizo, el mismo estaba vacío. Tampoco quería aventurarme a pasar sin que registrarsen mis datos personales así que esperé unos 5 minutos hasta que alguien apareció. La persona me pregunta cuanto tiempo pensaba estar en Bolivia y le dije que entraba y salía en el día; acto seguído me deja pasar sin revisar mi documentación ni mi mochila. Había pasado una frontera caminando por primera vez en mi vida.
Al cruzar la línea imaginaria todo resulta nuevo y diferente, la gente, los negocios, las calles. Todo es interesante.
En la calle se ve gente cocinando, vendiendo, comiendo y caminando con bolsas o niños a sus espaldas. Gente vestida con sombreros, ponchos y ropa muy tradicional y propia del país.
Los negocios venden chucherías, artículos de electrónica y objetos realmente poco interesantes para mi gusto y que también se pueden conseguir fácilmente en Argentina.
La ciudad en sí es una ciudad típica de frontera, no es muy agradable ni parece muy segura, salvo por el atractivo de estar en un lugar diferente como ya he dicho antes.
Como ya estaba anocheciendo y tenía que volver no me quedó mucho tiempo para ver todo lo que la ciudad podía ofrecerme salvo un par de manzanas, la plaza principal y una iglesia; pero me bastó para quedar satisfecho con la visita.
A la vuelta en el paso fronterizo un oficial se alegra por mi visita y me desea un buen viaje hasta Buenos Aires quedando sorprendido de todos los kilómetros que hice para llegar hasta allí. Notar que esto fue hace algunos años hoy en día dudo mucho que alguien quede muy sorprendido de ver un porteño caminar por allí.